Tuesday, February 28

Madrid comienza en Ferrol (o la descripción alterada de un Martes de Carnaval).

No sé si a todos les ocurre lo mismo que a mí, pero las mejores ideas me vienen a la cabeza cuando estoy paseando. Siempre me propongo comprarme una grabadora, pero nunca lo hago por el temor a parecer algo paranoico, en un pueblecito tan pequeño e idílico, aunque enclavado en principios del siglo pasado, como es mi querido Ferrol.

Así pues, este Martes de Carnaval paseaba fatigosamente. No sé si han probado a llevar en una mano un bolsón de cien pañales, en la diestra otras tantas toallitas para limpiar culos, y al mismo tiempo con ambas empujar un carrito de tres ruedas, armazón de aluminio ¡eso sí!, y con un crío de ocho kilos durmiendo plácidamente, amén de una niña de ocho años que mariposea, a la cual le debes ir diciendo: ¡cuidado, un coche, un paso de cebra, deja pasar primero a la señora, una caca de perro! Así pues, como les decía, paseaba fatigosamente. Mi paso era lento y cadencioso, tal vez similar al de los regulares en las Chafarinas. Me encanta pasear, aunque sea de ese modo tan lamentable y lastimero.

El paso regular hace, que sin quererlo, escuches pequeños fragmentos de conversaciones ajenas, que te adelantan por izquierda y derecha sin impunidad. Me pueden tachar de fisgón, pero esos retazos me apasionan y hacen que broten de mi cerebelo adormecido las más inmejorables ideas y los más aborrecibles recuerdos.

Martes de Carnaval, lo odio. Odio el carnaval y odio a la gente que disfrazada se te acerca y te pregunta sí les conoces. ¡No, maldita sea, no sé quien demonios puedes ser detrás de esa espantosa máscara de gorila! Niños disfrazados de Lucho, el de los Lunis, princesitas, mosqueteros, vaqueros y piratas, y los más pequeños enfundados en sus trajes de patito, osito o marsupilami. Odio el Martes de Carnaval, desde aquel año en que haciendo de mísero extra para la película del mismo título, protagonizada por un Miki Molina menos cantarín pero más joven, se rodó en Santiago. Recuerdo la curda monumental que nos agarramos, no con él, sino la tuna pandillera y tunante con la que me codeaba, y sus cuatro infernales días de resaca. Por eso pensar en Martes de Carnaval me hace recordar las resacas, y éstas el malestar, y el olor de los freixos, las orejas y las siempre tentadoras torrijas terminan de finiquitar mi destronado estómago.

Por la calle, jóvenes departen tranquilamente, con sus disfraces de diseño, o los siempre prácticos monos de trabajo, que aquí llamamos buzos. Son jóvenes, y aunque envidio su juventud, que se marca a fuego en sus rostros gracias al acné, me defraudan un poco. Me defraudan sus conversaciones banales y tristes sobre borracheras, peleas y demás eventos sociales. Me pongo a cavilar, si yo a su edad cacareaba con tanta pasión y frivolidad desmedida mis entuertos. Supongo que sí, por lo tanto, es perra envidia, lo que les tengo.

Un muchacho, quinceañero, como diría el dúo dinámico, canturrea pavorosamente, a su novieta, una canción que dice algo así: ¡viva la necrofilia, viva la no se qué!... es un muchacho de aspecto repugnante. Lleva los pantalones mugrientos, harapientos y grasientos, y cualquier otro apelativo peyorativo que termine en –iento. Tal es la fuerza que me gustaría imprimir a la descripción del muchacho que me revuelve las tripas, que me falta un tris para agarrarlo del pecho y levantarlo en peso y decirle: ¡dime mocoso, que tienes más espinillas en el bigote que piojos en la cabeza, qué rayos es la necrofilia? Pero, por supuesto, me contengo.

Así que, ustedes juzgarán sino es más saludable para mi organismo quedarme en casa que aguantar con carmelita resignación las lacerantes chuflas, con espuma embotada incluida, de los que, a mi vera, pasan.

Y, para colmo de males, de ir peor a empeorar totalmente, no sólo tengo que hacer frente a los cien pañales, a la cien toallitas para limpiar culos de bebé, a las indicaciones, a los ocho kilos del niño que no me para de llorar porque tiene más hambre que un maestro de escuela, a las bromitas de los críos, petardillos anexos, y ¡oh, Dios mío!, los asquerosísimos pantalones del joven necrófilo, sino que para colmo de males, se me clava la rueda delantera del carrito en un bache de una de esas obras eternas en las que está inmerso el centro de mi ciudad. Ya no puedo más y pongo el grito en el cielo. Una pareja de señoras, envueltas en la piel de un animal muerto, me miran con lástima; estoy por apostar que si extiendo la mano, todavía me dejan una limosna.

Es entonces, cuando vuelvo a la cruda realidad. Es entonces, cuando veo desde lo alto de la Plaza de España, atalaya donde las hubiere, las calles de Ferrol atrincheradas y ensacadas, sus pavimentos revueltos y levantados, y los jornaleros a pie de obra pegándole al pico, a la pala y al codo. Y es entonces, y no antes, cuando pienso cuán cruentos son los ediles de urbanismo de Madrid, qué desconsiderados… pensar que sus obras comienzan aquí.

2 comments:

Corso said...

¿Señorita Ojos Claros?, lamento comunicarle que no soy padre, esta carta ha sido un tributo a esos padres que inmisericordes tragan tanto polvo en jardines y parques.

Con respecto a lo de ser amante, le diré que mi padre me dio dos consejos, que sigo a rajatabla. No pasar jamás y bajo ningún concepto por debajo de un andamio, y no jactarme, de igual e inflexible manera, de mi buen hacer en el arte amatorio. Así pues, supongo que sabrá perdonar mi discreción sobre este tema.

Atractivamente, El Corso.

onlysnow said...

Uy, creo que estoy de más en una conversación de las que describes en tu entrada.

Me voy a dar una vuelta por otra acera, no vaya a ser que resbale.
Jejeje.

Plofff y me caigo en un socabón de la gran ciudad. Cachis...

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