Wednesday, March 1

Cruce de navajas, inteligencia emocional y otras milongas.

En esto, que el maestro armero y yo, salimos a la mar, una mañana fría del primer día de marzo, o sea, hoy, cuando las nubes amenazaban chubascos y los vientos del norte rolaban endemoniados entre los cabos, a la altura de la bocana. Al desplegar las velas, y mientras los marineros vomitaban hasta su primera papilla, que aquí en la jerga decimos “llamar a Juana”, nosotros en la cubierta, abrigados como dos viejos, con nuestros chaquetones de mar, sentados y arrejuntados como dos polluelos, contemplamos la Torre de Hércules.

Dicen los más concienzudos pensadores de la corriente científica actual, que Descartes estaba equivocado, pues ahora lo que se estila es la inteligencia emocional, y eso del “Pienso, luego existo”, (Cogito ergo sum, para los académicos aquí presentes) es toda una falacia, una mentira cochina y un atraso intelectual. Así pues, el viejo Descartes si levantara la testa, se la rajarían en un cruce de navajazos los nuevos científicos del umbral del XXI. Estos, los nuevos valores, los que se presentaron a la Eramus, que es como OT pero en versión universitaria, están totalmente seguros que la inteligencia se basa en las emociones, emociones por otra parte que se aprenden y asimilan desde nuestra más tierna infancia. Y que sólo conociendo esas emociones y sabiéndolas canalizar seremos capaces de llevar una vida en regla y apropiada, lejos de quemar coches, hacer graffitis en las paredes encaladas, amén de otras judiadas que no vienen al caso. Y, vaya por delante, que si lo dicen ellos que tienen estudios, habrá que hacerles caso, que nosotros, allí sentados en la cubierta, apenas sabemos de números, somos parcos en palabras y de cuatro, tres son palabrotas, y ¡claro!, obviamente no tenemos entendederas para tanto. Así que, sinceramente, al maestro armero y a mí nos chupa un huevo y parte del izquierdo si las emociones son inteligentes o si nosotros seríamos inteligentes si domináramos nuestras emociones.

La mar encrespada sacudía el barco. Un velero algo marchito, de esos que se utilizan para instrucción y bautismo de mar. Nos mecía o zarandeaba a su caprichoso antojo, y mientras nosotros razonábamos en cubierta, un marinero de tierra adentro seguía llamando a Juana.

“¡Agárrate, jodido, que te vas caer por la borda!”, palabras de ánimo que siempre ayudan en esos flacos momentos….

Y pensando, pensando, y recalentando la cabeza, nos dimos cuenta de que ambos debíamos ser unos portentos, una especie de superdotados, que tanto valdríamos para ganar el premio Planeta, impartir clases en la Universidad o filmar películas porno, porque en eso de conocer emociones y saber canalizarlas estamos harto acostumbrados.

Podría deleitarles, sobre todo, a aquellos ilustrados que leen esta página por los bajines, y luego me ponen verde diciendo que no recito en francés, y que no tengo talento para tocar el violonchelo, porque soy bruto como un arado, podría, repito, deleitarles con alguna escena bélica del pasado, donde con la mierda pegada a los calzones, y las balas peinándome la raya al medio tuve que controlar mis emociones y mi esfínter. Pero seguro que se les antoja demasiado escatológico, y al tomarse la menta poleo de las seis de la tarde, después de tocar en la filarmónica o instruir en sus magistrales clases de facultad a cuatro muchachillos sin desvirgar, se les podría indigestar y sentar fatal, y esa carga no la quiero sobre mi conciencia. Así que daré un giro de ciento ochenta grados y me perderé por los cerros de Úbeda, que seguro que esos señores tan listos saben ubicar con un dedo largo y fino, y sobre todo inmaculadamente limpio, en un mapa físico de la península.

Un chaparrón fuerte cayó con virulencia sobre la cubierta, y el viento racheado hizo vibrar el velamen. Los marineros a cubierto en la bodega, el timonel borracho de salitre en la popa y nosotros razonando como viejos y expertos jugadores de dominó, sentados en la cubierta, trincados a la regala de la borda, viendo como las nubes pasaban raudas y descargaban su fruto sobre nuestros rostros.

“¡Habrá que virar y regresar a puerto!”, gritó el contramaestre, que antaño se llamaba “nostromo”, ése de rostro agitanado por el sol, y grandes manos cicatrizadas por la sal, con la voz aginebrada y los ojos huidizos y los ademanes toscos. “¡Nos vamos cruzar a la mar!”, se advirtió a la bodega, donde hacinados como aquellos esclavos que transportaban de África al Nuevo Mundo, se aguantaban sus tripas, su miedo y sus arcadas entre bolsas de basura y lamentos.

Y digo yo, ¿cómo demonios les digo a estos “cativos” que controlen sus emociones? ¿Cómo les exhorto para que dejen de lado su miedo y su mareo, lo canalicen y salga a cubierta ardorosos y vitales, e insuflados de tanta inteligencia emocional como puedan?... ¡A la mierda, que vomiten, ya se acostumbraran!

Pues eso, que sinceramente, lo de la inteligencia emocional, lo de canalizar emociones y lo de ser un superdotado está muy bien, sobre todo para aquellos que se pasan el día en un laboratorio haciendo experimentos, para aquéllos que cogen de la cola un ratón para hacerle jodiendas y luego diseccionarlos, y para plasmar en aplastantes teorías, encuadernadas en piel y otras más cutres de bolsillo, sus elaborados resultados. Pero aquí, en media mar, a caballo entre un temporal y una calma chicha, esos volúmenes serían lastre, un lastre pesado e inquieto, que no servirían ni para lastrar el barco y aguantar las embestidas, y menos para enderezarlo.

Así que mientras nosotros nos partimos el cóccix, los riñones y los higadillos, amén de los cojones, tirando de estacha y lamiendo la pólvora que nos afeita la cara, ellos que les cuenten todas esas milongas folclóricas a Bambi y a su amigo Tambor, que a buen recaudo están en una jaula esperando a que un tipo de bata blanca y repeinado, les atiborre a pastillas de colores, o en el mejor de los caso los abra en canalillo y los destripe con virtuoso talento carnicero, y en el peor de los casos, los arrejunte para ver si el conejo se cepilla al cervatillo y viceversa, y descubrir un nuevo híbrido, al cual alimentar con placebos y piensos, que le destrozarán la tripa y la vida… y mientras eso ocurre, nosotros, inocentones, lloraremos como sauces viendo las batallitas de ambos en una gran pantalla, pensando que son libres y se lo pasan pipa mariposeando por un bosque, ese bosque donde mataron a la mamá cierva, y que un día carbonizaron con napalm, ese bosquecillo donde ya no crecen árboles y por eso los pintan, y donde a Cenicienta y Blancanieves y a los siete enanitos los tienen recluidos en un prostíbulo, ejerciendo la profesión más vieja del mundo, una madame de esas de postín, con un lunar postizo en la mejilla, que se pasa por la piedra al príncipe azul, al valiente y a Srek. Ese bosque de cartón piedra, más falso que el tipo japonés ese de las células madres. A ese bosque me refiero… donde violaron a las hijas del Cid, y donde una señora de Hospitalet a la temprana edad de doce años perdió el virgo con un señorito de capital, que le prometió el oro, el moro y un piso en la Castellana.

Al muelle se arriba, tras la maniobra de atraque. En tierra, los marineros respiran y satisfechos se miran porque han superado la prueba. Están de una pieza, aunque a alguno todavía le cuelgue una tripa en el culo. El maestro armero y yo, todavía trincados miramos hacia la bocana, y nos echamos unas risas, y brindamos con un buen licor de Malta por la inteligencia emocional, por los académicos de Suecia, por los laboratorios “el pildorín”, y a la memoria de Bambi y Tambor, que sodomizados, vejados y humillados, cuelgan por sus cuartos traseros en alguna cenagosa sala de experimentación.

1 comment:

Corso said...

Permítame una canción:

"La vida pirata es la vida mejor. ¡La vida pirata es la vida mejor!
Sin trabajar. ¡Sin trabajar!
coooooon la botella de ron.
(Bis)
Soy capitán, ¡es capitán!
de un barco inglés. ¡De un barco inglés!
y en cada puerto tengo una mujer.
¡Y en cada pueeeerto tiene u n a mujeeeeeeeeeeeer!"

Señora o señorita Ojos Claros, soy marino, entre otras cosas.

Un saludo

El Corso.

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