Sunday, March 12

Mis conversaciones con Paloma.

Paloma, que antes que cajera en un macro centro comercial en la capital había sido convicta, me solía preguntar entre arrumaco y arrumaco, cómo me pude sacar la carrera. Yo, que soy muy libertario y trasgresor en esas situaciones, le solía contar mis cosas mientras practicamos el coito. Ella se reía mucho, y también pegaba grititos, y se le agitaban las tetas, que en mi tierra se llaman tetas y que eran como dos naranjas de la china, pequeñas y firmes.

Me saqué la carrera estudiando los parciales en los bares, le solía decir, y la licenciatura a polvos con la decana. Una señoraza de treinta y tantos, con media melena de aquellos noventa, ojos claros, y piel aceitunada. No tengo pudor en decirlo, porque era joven, fuerte y guapo. Ahora soy más viejo, menos fuerte y más atractivo. Y sí se preguntan porque les cuento esto, es porque me aburro y no tengo abuela, que la mía se murió en una cama de hospital, con una yaga en la espalda que le cabía un puño, y sufriendo como un perro, pero eso sí, en los estertores de la muerte, finó como un pajarito, o así dijeron los médicos, y yo con quince años me lo tuve que creer… porque era necesario.

Mis conversaciones con Paloma eran siempre intrascendentales. Hablábamos del tiempo, de la economía, del cero coma cero siete por ciento, de la playa América y del estadio Calderón, no sé si es porque era colchonera o porque solíamos hablar tendidos en un colchón… El asunto es que siempre me interrogaba, me hacía un tercer grado, de esos que con agrado (vaya un pareado… y ahora un extraño terceto) me dejaba someter, mientras su cálido aliento recorría mi nuca y mi espalda desnuda.

Nací en el hospital de Caridad, pero pagando; aprendí bien la lección, porque mi madre que era muy suya, siempre me dijo que lo dijera, que no me confundieran con un niño de la inclusa. Nací aquel año en que supuestamente el hombre llegó a la luna, un verano ya escondido y atolondrado p0r la lluvia y los vientos. (A Paloma, le encantaba esta parte, luego la besaba).

Paloma era una mujer alegre, de sonrisa perpetua y vitalidad auténticamente envidiable. Una mujer que se hizo así misma y que bebió de las fuentes de los más miserables suburbios para tomar esa cultura y experiencia que la configuró como un ser fuerte por momentos.

Pero, en cambio, ella siempre me dejaba ganar. Me decía que sí a todo, aunque yo sabía que poseía en su arte de conceder y claudicar la llave mágica para reírse conmigo. Eso es lo bueno que tenía Paloma, jamás se reía de nadie, se reía con todos.

A Paloma la han tachado de llevar una vida alegre, una vida ligera y promiscua porque se arremetía en la cama del hombre que llamaba a su puerta, pero están equivocados. Paloma era darviniana convencida, y sometía a sus hombres a una estricta selección y a una homérica oposición. Paloma no estaba para jotas. Paloma cayó una vez en la trampa del sí absoluto por encima del no, que siembra la duda. Y la partida le salió mal, la perdió, y perdió dos años de su vida, y cinco meses en un hospital con la cara reventada, amén del bazo, el hígado y los pulmones. Pero Paloma, con esa dignidad que tanto la dignificaba, salió hacia delante, con la cabeza bien alta y sus tilas por la noche, y tomando un cuchillo cebollero le rebanó la garganta a ese cochino, que en mi tierra se dice hijodeputa, un día de san Martín.

A Paloma la conocí en la cárcel. En esa cárcel para mujeres, tan poco erótica, que existe en Alcalá de Guadaira. Una cárcel pequeña y acogedora, pero una cárcel, donde pagan sus pecados, honradas y pecadoras. Allí la conocí, un día que paseando, después de la novena a Nuestra Señora del Águila, me encontré con ella en un parque donde las ranas son de bronce, y los estanques pequeños y repletos de musgo.

Ese día hablamos hasta el anochecer. Y después la acompañé a su celda, cogidos de la mano como dos enamorados. Me invitó a entrar, pero no tuve agallas porque en el fondo, como soy hombre, me gusta más la intimidad de un coche en un descampado. (Esa frase le gustaba a Paloma, luego me besaba).

Me hubiera gustado decir que conocí a Paloma en un burdel de Antalya, y que danzaba sobre mi mesa con su traje exótico y sus velos de muerte, cayéndole sobre los muslos. Me gustaría poder recordar aquel mágico momento, como en un escenario vacío, donde el telón, que de terciopelo rojo, se abre penosamente, al ritmo de una orquesta de pirados músicos desacordes. Pero le debo sinceridad, y le prometí no mentir, y decir la verdad sobre cuándo y donde nos conocimos. La conocí en el parque de las ranas, un fin de semana, tras la novena, en un pueblo de Sevilla.

Sé que muchos de ustedes pensarán que soy un ser mezquino, y muchas mujeres me acusarán de machista redomado y despreciable porque narro con felonía y malas artes mis escarceos con Paloma. Pero esto es un encargo, me lo pidió ella. Me dijo que quería tener sus quince minutos de gloria… y que los prefería aquí en una hoja de un espacio maldito y atropellado, que de portada en un telediario, con los ojos reventados y la boca hecha pedazos.

Puede que ustedes no la entiendan. Yo tampoco. Pero ayer, cuando me disponía a meterme en la cama, en el silencio de la noche, solamente roto por la lluvia menuda, que aquí llamamos orvallo, me quedé de piedra. Pensativo como una estatua, o como un empalado en los tiempos de las cruzadas, con esa enorme asta clavada en culo y que se te mete por los intestinos y te sale por el pecho o por la boca. Así me sentí. Tenía en el pecho una angustia jodida, que como si fuera un gas no era capaz de eructar, hasta que por fin, a la hora bruja, esa hora en que los fantasmas salen de paseo, y recogida de almas, que aquí, en mi tierra llamamos y tememos la Santa Compaña, esa hora en que los enamorados precoces se tocan sus partes en los jardines, y algún lunático, que ahora llaman “frikis” (o como se escriba) se hacen la picha un lío en un cementerio buscando voces de ultratumba, porque no se comen un rosco y son más feos que Pifio, que fue un señor de rostro enjuto y malencarado, atemorizante y grotesco, que deambulaba por las ferias y los mercados vendiendo zapatos y guisantes los domingos primeros de cada mes; decía que a esa hora me vino a la mente su imagen dicharachera y me golpeé la frente con la palma de la mano, tan fuerte que retumbaron las paredes y el pobre maestro armero que hacía guardia en un altillo se levantó de súbito, y los perros de caza, perdigueros y jabateros comenzaron a aullar en la noche como jauría que encuentra una pieza muerta.

Sí, mierda sí.

Esto me dijo Paloma, aquel viernes agostino de hace un año, cuando el sol caía a plomo, y los pajarillos caían de los árboles atolondrados. Esto me dijo.

“Si argún día la parmo, joío mío, cuéntale a arguien mi vida. Cuéntales como mi pae, que no era pae, me violó por los cuatros costaos. Cuéntales que con catorse me sentía tan susia, que puta era mi segundo nombre. Cuéntales que con diesisiete me enamoré de un cabrón con cara de ángel que me partió er’arma, y cuéntales que con treinta y ocho un cánser me come por dentro la’ntrañas. Si algún día la parmo, Corsito, cuéntales a todos lo que me pasó, que no fui mala persona, y que seguro que la Virgen en el sielo ha hecho un buequito pa’mí”.

Paloma que tenía las mejores tetas del mundo, la mejor sonrisa y la mejor conversación coital que jamás haya conocido, se murió un martes de septiembre, un veranillo de san Miguel, un día en que los gatos se pusieron sinfónicos a trovar melodías, las olas encrespadas partieron un barco en dos, y un rayo rompió los ventanales de un viejo caserío de la campiña vasca. Y sus cenizas que son blancas, porque el blanco representa la dignidad aquí y en Nueva Zelanda, las esparcieron por el mar el maestro armero, diez sirenas, un delfín y un servidor… mientras una escuadra de gaviotas y cormoranes pasaba sobre nuestras cabezas, y ciento cinco cetáceos, en formación de uno, rindieron honores.

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