Monday, May 8

CUESTIÓN DE HONOR (Segunda Parte)

Esta situación, me refiero a estar tanto tiempo alejado de ustedes me provoca un insano sinsabor de boca, algo así como cuando uno se mete a bocajarro un limón y los dientes le rechinan, tanto o más, que ese cerdo, que cuchillo en mano, le cortas el cuello y se desangra avispadamente a la vista de la familia, que entre ávidas sonrisas y pagana admiración “adorática” bailan danzas prohibidas y ancestrales. Algo así. Pero más acomodado y sin perder la compostura.

Me resulta grato escribir. Es una válvula de escape, como (por seguir con los símiles) ese agujerillo de las ollas a presión por el cual purga el vapor para que no reviente. Sí, algo así, también. Y resulta, lo digo desde la más humana humildad, casi orgásmico el conocimiento de que ustedes me leen, ya sean mis allegados o mis más caducos enemigos perifrásticos.

Y esto lo de las perífrasis me evoca por “fonismo” los periféricos, y estos como en una encadenada y caprichosa causa efecto o explosión en cadena o efecto dominó, me hace pensar en los culos. Sí, los culos, esos culos bonitos y feos, prietos o desperdigados, pero culos de esas señoras que tan bien les sienta llevarlos, esos por los cuales he perdido alguna vez un autobús, o he recibido un par de buenas bofetadas, esos culos que además de servir parar asentar la columna y amortiguarla, amén de no dejar pasar los olores anales, tanto me han enamorado. Porque si el rostro es el reflejo del alma, el culo de una mujer es el inequívoco reflejo de su vida.

Sí, sí, lo que escuchan, pero hoy no entraré en detalles intentando desenredar este ubérrimo y falocrático pensamiento. Eso, tal vez, y si quieren y desean, lo haré otro día.

Hoy, la cuestión es el honor. Sí. Ese honor, esa palabra marchita y un tanto ajada, que quedó (y perdonen la cacofonía) relegada a jerga de borrachos y ninguneros, de aprendices de tahúres y espadachines duelistas y otros oficios de escaso beneficio y peor estatus social.

A eso honor me refiero. A ese que nace del hombre y que muere en el hombre. Ese honor que corre por las venas y te deja seco antes que claudicar, y que no debe confundirse con el orgullo, sino que es algo así como una religión pero más drástica y pragmática, más evolutiva y siniestra, más invertebrada y flexible que cualquier otro dogma de fe aprendido o adquirido.

El honor es pura genética. O como decimos los de los oficios borracheriles y picarescos, el honor es puta genética. Y, pues soy de letras, desconozco en que gen se ubica, aunque está claro, ¡cristalino! que no todos lo poseemos, aunque esta afirmación suene demasiado darviniana, y esto, lo de la selección natural, sea un tema políticamente incorrecto.

Y, si alguno, listo y avezado, se pregunta el por qué de esta felonía, no les podría responder. Hoy no. Porque no tengo ganas, sencillamente, o porque se me antoja que el cansancio hace mella en mi maltrecho cuerpo, y mi mente se ocupa de estimular otras partes más mundanas del mismo para amilanar el dolor, como esas adormideras que en flor de primavera surcan los remansos de los ríos esperando que algún incauto se las lleve a la boca.
Y el propio acto en sí de llevarse algo así a la boca, aunque sea una flor, o sus pétalos, me produce un escalofrío que me recorre la columna vertebral de arriba hacia abajo y viceversa, y me erecta como un lobo que rastrea una hembra en celo. Y pienso en esos hermosos pechos, aceitunados y turgentes, de piel suave, pulcros y apitonados, que se posan sobre mis labios, que voraces se abalanzan sobre ellos. Estrechar sus caderas y tomarla con fuerza, sitiendo su frágil cuerpo ceder ante la fuerza de mis brazos… después un violento orgasmo. Nadie ha dicho que los orgasmos ni el sexo como el honor sean dulces, siempre son actos drásticos, convulsos y violentos.

¡Ay! Tendrán que disculparme… pero hoy estoy… muy romántico.

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