Wednesday, May 24

De México D.F. a San Petersburgo. (Historia relatada, ¿25% realidad, 75% ficción?).

Cuando tenía la edad de ochenta y siete años, y me colgaban los pellejos como aquellos odres de vino que el bueno y alocado de don Quijote descerrajó con su espada, viví un tiempo en la capital de Méjico, cuando éste se escribía en las Españas como México, aunque la /x/ se transformara en sonido /j/. Recuerdo mi primera impresión al llegar a ese maravilloso país. Tenía la errada convicción e imagen de que al llegar a la capital me recibiría una banda de mariachis, y unas hermosotas mexicanas con trencitas sonrientes me diría: ¡Ay, chaparrito, bienvenido! Pero no. No fue así. Me encontré con un país con gran apogeo industrial y económico, con un país culto y docto, con un país donde salían, hasta debajo de las piedras, gentes generosas, alegres e instruidas. Sentí una especie de vergüenza ajena… ya saben, por aquello de no hacerme a mí valedor y sabedor de haber sido el tipo que había penado eso. Y me di cuenta, golpe a la frente incluida, de lo etiquetados que tenemos a los países y sus gentes en función de los productos que nos ofrecen los largometrajes norteamericanos.

Así pues, esperaba encontrarme por la calle a “Chapulín colorado”, al “Chavo del Ocho”, y que la gente me llamara “licenciado”, e, iluso de mí, que el presidente de la nación me recibiera y me invitara a tomar un tequila. Sí, lo confieso, me dejé llevar por el peliculismo americano.

De igual manera, cuando llegué a San Petersburgo, un par de años después, y recuerden que el hombre tropieza dos veces con la misma piedra, imaginé encontrarme con un país marcial, rojo hasta la médula, donde los rudos y ásperos soviéticos desfilaran por las calles con hoces y martillos y con paso de ganso. Y en fin… para qué continuar. Nuevamente, por supuesto me equivoqué.

De nuevo, fui víctima de mi inocencia peculiar de gladiador heterodoxo embutido de productos americanos.

Y lo peor de todo, ¡ja!, fue cuando viví en los USA, y pude ver y contemplar y estudiar y hablar y escuchar a los americanos del norte, y darme cuenta, así como quien no quiere la cosa, que la línea que separa la ficción de la realidad no es una línea sino una gruesa marca, más gruesa y grande y alta que la “marca hispánica” de Carlo Magno, o la Gran Muralla China.

Porque en eso consiste todo. Todo radica en etiquetar. Y etiquetando etiquetando y etiqueto porque me toca, ponemos cartelillos, dejes y costumbres a culturas y pueblos que sobrepasan en límites insospechados y que tienden a infinito todas nuestras patéticas expectativas.

Por esa razón, cuando el otro día, en casa de unos amigos, en un pueblecito de Burgos, un afamado antropólogo de andar por casa, batín y pantuflas, y pipa en mano, comentó con desacierto ciertos temas étnicos, me llegó al alma. Porque ni los gallegos somos unos pobres paletos de boina calada, ni los vascos unos etarras, ni los catalanes unos peseteros. Porque los valencianos no sólo se alimentan de paellas, y los asturianos de fabes. Porque los andaluces poseen más cosas que la Giralda, el gazpacho y el flamenco. Y porque los madriles no es el ombligo de España.

Por esa razón, me puse en pié. Miré a los ojos a ese MARRANO, y con perpleja calma le escupí una mirada. Una de esas miradas que en otrora derretían corazones. Una de esas miradas que bien espetada te hace cagarte por los pantalones. Y disculpándome me marché, no sin antes dar cuenta de esa sabrosa morcilla burgalesa que me vuelve loco y flatulento.

(Desde Funchal, Madeira, a 23 de mayo)

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