Monday, May 22

Dicen que el amor no es importante. (Dedicado al recientemente desaparecido testículo izquierdo del Maestro Armero.)

Cuando era joven, más joven me refiero, recuerdo un cartel que había clavado con chinchetas en un pequeño espacio publicitario de mi vieja ciudad. Era un cartel en inglés, que con mi precario dominio de la lengua sajona, venía a traducirse como “España, un lugar diferente bajo el sol”. Tal vez, jamás hubiera imaginado las infinitas interpretaciones que podría tener este mensaje de reclamo turístico en aquellos años de lozanía infantilidad, pero con el paso del tiempo, he socavado de mis más ulteriores pensamientos, aderezados con el panorama nacional, en una ensalada imposible, hasta conseguir sin pestañear, como aquellas parejas de los setenta y ochenta en el “Un, dos, tres”, y por veinticinco pesetas, enumerar de manera caótica hasta cien posibles Españas diferentes.

Tenemos un país de risa, uno triste, uno lastimero, uno picaresco, un estado disgregado, agregado, divisible, indivisible, un estado primo (en su acepción matemática), un lugar paradisíaco, un puerto franco donde las bandas albano kosovares, y franco prusianas se rifan los chales, los cajeros automáticos y los automóviles de lujo. Tenemos un cortijo donde el paro desciende, pero donde nunca hay trabajo, aunque pueda ser cierto aquello de que nunca llueve a gusto de cada uno, y que por ende, se convierte en un sueño fantástico para todas aquellas almas que arriban a nuestras costas en pateras o cayucos (palabro de moda) buscándolo, aunque en ese empeño pierdan la vida, la consciencia o la temperatura corporal a base de hipotermias, deshidrataciones y otros males que se aglutinan y ceban en aquellos hombres y mujeres que se echan a la mar con lo puesto.

En fin, podría como Pedro y María, casados y residentes en Mississipi (Provincia de Lugo) enumerar por veinticinco cochinas o benditas pesetas todas esas Españas diferentes bajo el sol…

Pero cómo sé que estarán de acuerdo conmigo en alguna de ellas, pasaré a otro tema.

Ayer, que fue domingo aquí y en Barcelona, y en Madrid, y en Albacete e incluso en Tenerife, releyendo algunos de sus comentarios, de esos comentarios que vienen a mí como la marea y me golpean con la suavidad de una diosa de ébano las puntas de los pies, me encontré, de golpe y porrazo, con uno que me llamó ponderosa y poderosamente la atención. Me decía que debería dejar de escribir (se refería a sí misma) milongas de amor, y dedicarse al bello y poco agradecido arte de ningunear y encochinar las mentes como hago yo… ¡Ays!, pueden creerme que se me cayó el alma al suelo, si es que tuviera alma. Me sentí tan sucio como una meretriz de barrio bajo con aquel señorito de provincias, un atardecer frío y húmedo, que arrodillada y con los ojos abiertos como un besugo le practicaba una felación, mientras él golpea la corteza de un árbol con el puño cerrado y se mordía el labio. Igual de sucio me sentí.

Escribir sobre el amor ya sea a modo de ensayo, verseando o proseando; ya sea como experiencia personal o colectiva; ya sea para aprender o divulgar es algo importantísimo. Es algo bello y ni siquiera yo, que soy insultante y malintencionado me atrevería a vejar. En este mundo donde cada día amanece con una nube tóxica sobre nuestras cabezas, con la amenaza de una guerra entre bellacos y a golpe de mata con rotundas noticias de parricidios, asesinatos, atracos a mano armada, violencia y más violencia, pensar y divulgar un mensaje de amor se convierte en algo de lo más importante, casi tan importante como respirar.

Y para finalizar, estas humildes y anodinas letras, me gustaría decirles una cosa. Me imagino que estarán al tanto de que se ha puesto de moda, decir o publicar la palabra que a cada hijo de vecino le parece más hermosa en nuestra lengua, me refiero al castellano o español; y aprovecho a decir ahora “nuestra” porque dentro de nada y a este paso, será de unos pocos.

Así que yo, uniéndome a esta moda y sin que sirva de precedente me gustaría compartir con ustedes la que a mí me gusta, me atrae y me enfrasca. MARRANA. Sí, marrana, obsérvese esa explosión de sonidos que se alternan con suavidad y brusquedad en la boca. Marrana. Cómo se pasa del suave “ma” al brusco y fuerte y vibrante “rra”, en esa conjunción casi erótica y pagana de la doble erre y la vocal a, para acabar con su tajante “na”. Sí.

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