Monday, May 29

El arenal.

(Dedicado a la memoria de mi perra Lola, fallecida en combate el pasado día 25 de mayo, q.D.g.)

Sé que hoy estoy un poco pesadito con esto de participar. Así que últimamente me paso días sin contarles nada y de repente un buen día, o sea hoy, me vuelco como un cabroncete a darle por culo con mis patrañas. Pero soy así. No tengo remedio. Pero es que me iba ya, me refiero a ir para mi pequeño y acogedor pisito de soltero en la residencia para navys gentelmen in Funchal, cuando repasando algunos comentarios, alguien me pedía, la señora Ana Guadalupe, desde México, que escribiera algo romántico. Yo de eso no sé, pero le envío a ella y a los presentes, este pequeño relato, muy pequeño que escribí en otro tiempo, cuando era más viejo, más borracho y más pendenciero, cuando fumaba tabaco de liar y frecuentaba lupanares, sobre todo los de cierta madame pelirroja que me volvía loco.
"Estando en el arenal, aquel donde siendo pequeños hicimos castillos en el aire y también de arena, que una ola, siempre la misma o eso creíamos, los derrumbaba, paseé hasta el atardecer, y aunque el invierno avanza impasible no tuve frío. Cierta calidez, tal vez los recuerdos, me abrigaba.

El arenal está sucio, la resaca ha traído una suerte de tesoros a la orilla. Hay un tronco semienterrado con un elenco de mejillones y lapas pegadas en su costrosa corteza. Hay un zapato sin pareja, cientos de algas marchitas y una gaviota muerta. La gaviota tiene los ojos azules y fieros, tan fríos, que me recorren mil malos pensamientos por la cabeza y bajan por mi garganta. El arenal está siempre sucio en invierno, porque el limpiador de arenales está de vacaciones en alguna playa de la Polinesia, ¿te acuerdas?, donde otro limpiador de arenales se levantará antes del alba para lustrar y dar brillo a cada grano minúsculo de arena.

Una vez, cuando discurríamos, contamos cada grano de arena, ¿cuántos eran? Mil millones de billones de granos de arena y todos los contamos en una sola tarde de verano abochornada y húmeda por la tormenta. Ahora, creo que llegaría a los cien, aunque si me pusiera…

Estando en el arenal, recorrí la orilla con lentitud, mirando hacia atrás, y observando como la marea borraba levemente cada una de mis huellas. Esas pisadas que te hacen llegar a la convicción de que la vida del hombre está marcada por un principio y un final. Siempre, estuvimos de acuerdo, que el final se sabría por lo rápido que se borraran las huellas en la orilla. Recorrí el arenal con lentitud, mirando hacia atrás, y observé como la marea borraba levemente mis huellas. Todavía me queda vida pensé, dos vidas pensé, tu vida y la mía pensé, aunque no quería pensar sino caminar tan sólo por la orilla.

Al llegar a la cala de la caracola. Sí, todavía conservo aquella caracola. Al llegar a la cala, como te decía, me senté en el saliente donde los días de mar embravecida, rompe con fuerza y espuméa con ira, y dejé la mirada distraída y distante sobre la línea del horizonte. Ya el cielo estaba rojo, sonrojado y tímido, brillante y el sol únicamente era una pequeña semicircunferencia amarilla en su borde. Te prometo que me fijé, pero hoy tampoco hubo fortuna y no puede ver el rayo verde. Ese rayo verde que nos haría famosos en todo el hemisferio norte si lo distinguíamos. Ese rayo que nunca llega.

Allí, sentado en silencio, escudriñando la mar que ronronea como un gato, tuve la imperiosa necesidad de pensar, y pensé en ti. Es natural. El arenal, la cala de la caracola, el saliente y la mar meciendo la luna, con el sol oculto por la noche. ¿En quién sino? Aunque, como sabes, no me gusta pensar, porque pensar me hace recordar y los recuerdos son dolorosos. Odio el dolor tanto o más que la muerte. Odio los recuerdos, aunque estos hayan sido buenos, porque lo bueno atrae a lo malo como un imán invisible. Odio pensar porque siempre me ha dado dolor, y sabes que no soporto el dolor. Preferiría la muerte a vivir con dolor. Y, sin embargo, cada paso que avanzo por la arena me trae a la cabeza recuerdos, recuerdos que se convierten en un agudo y punzante dolor, como esa daga fina y afilada que clavada entre las costillas se mueve como una culebra por las entrañas. A ese tipo de dolor, me refiero.

Se me hizo noche en la cala. Una noche luminosa con una enorme luna llena. Pero la cala está inmensamente oscura. Pude distinguir todos los mares de la luna: tranquilidad, serenidad, lluvias, el océano de las tempestades y el de la crisis. Pude distinguir todos sus mares y océanos, y en cambio, no logro divisar la línea del horizonte de mi vida. ¿Te lo puedes creer? Soy capaz de recordar que los recuerdos me producen dolor, pero no logro desprenderme de ellos. Soy capaz de ver surcar en barcas ficticias a los selenitas por sus mares lunares, pero no atisbo, ni como última esperanza, ver la imaginaria línea del horizonte de mi vida.

Pero tienen razón los cormoranes. Se hace tarde y el frío avanza. La humedad está calando estos viejos huesos y se me entumece el pensamiento con una herrumbre de salitre y brisas. Creo que me marcharé muy lejos del arenal. Creo que ya no quiero volver a él, en parte porque tengo miedo, un temor que me aterra por momentos, el de ver como un día paseando por la orilla, se borren mis huellas y la marea atrape mis pies desnudos."

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