Wednesday, June 7

Un día en la playa. (A day in the beach).

Me gusta la playa. No para lucirme ni para tomar el sol, sino por el mero hecho de perder un poco de tiempo recibiendo el aroma del mar, pero desde otro punto de vista.

No suelo ser crítico cuando estoy en la playa. Conozco mis limitaciones físicas, y debo confesar que en bañador, aunque sea bonito y caro, suelo perder bastante. No sé si será que con los años he ganado algo de fondo o si serán las desagradables cicatrices que circundan mi barriga o mi espalda, o esos tatuajes, nada tópicos ni típicos ni tribales, que se dibujan en mis antebrazos, cuyo significado solamente conozco yo. No suelo tostarme, ni broncearme como mucho un rojo no doliente que se mantiene hasta que finaliza el verano o el estío que dirían los poetas.

Como les decía no puedo ser crítico en estos lugares. Pero lo cierto, es que hoy, me he visto en la necesidad de serlo con dos señoras. Presumo que lo eran porque llevaban sendas alianzas en sus dedos anulares derechos. Dos señoras orondas, y… no vayan a pensar que soy de esos tipos que desdeña a una señora entrada en carnes, ¡por supuesto que no!, como al viejo Pedro Pablo, Rubens para los entendidos, admiro sus formas que se pueden volver tan delicadas y deliciosas como las de una joven meretriz escultural y tersa.

Verdaderamente, lo que odio en estos supuestos es la chabacanería. Y ésta no se debe confundir con la llaneza o la humildad de sentidos, sino con lo vulgar. Eran pues dos señoras gordas, pero maleducadas. Dos señoronas sentadas en sus butaconas de playa oteando el horizonte ficticio que no conversaban, gritaban, como dos bestias que son rejoneadas o como aquellas verduleras, aunque honradas, que intentan anunciar su género de uno a otro confín del mercado de abastos. Así eran. Ellas dos, con sus dos terriblemente horteras bañadores oscuros, casi obscenos para la vista, plagados de lentejuelas, hermanados en tallaje y formas, y comprados, sin duda alguna, en la misma tienda de ropa de baño, o quizás, eran de esas nuevas ricas, cuyos maridos se han partido la espalda narcotrafiqueando, y han pasado de fregar escaleras y loza a vivir en la opulencia antonina. Y como dos Agripinas, hijas de Césares y esposas de Césares, apabullaban con sus carnes vacilantes y flácidas, intentando cazar moscas.

Esta es la situación, no otra. No odio ni discrimino por un físico o raza o credo o tendencia política o bolsillo. No, no lo hago porque yo he sido pobre y rico y ahora un desgraciado. Porque sé lo que es vivir de la sopa boba y tener que sacarme las castañas del fuego, y eso, por desgracia o por acierto imprime carácter. Odio a aquellas personillas que atentan contra la dignidad del ser humano, y que insultan su elocuencia con esos tildes de vulgaridad desorientada y procaz, que llegan a incomodar a todos aquellos tipos y tipas, jóvenes y jóvenas que alcanzan en su radio de acción.

La vulgaridad es un mal español, tan español como la infravaloración, la envidia o la siesta. La vulgaridad, que en otra hora nos hace creer que somos unos “echados palante” no convierte en unos desorejados mastuerzos, unos meapilas, unos mirliflores estupefactos. Además, está estudiado y documentado, es condición sine qua non explayar esa vulgaridad a grito pelado. Extrapolarla e incluso exportarla al extranjero.

Es anecdótico ver hasta donde llega nuestra supuesta pero cierta vulgaridad, que en Inglaterra, en la City (Londres para los viajantes) se vislumbra a un español en el metro a varias estaciones de distancia gracias a su alto timbre de voz. Esa voz aguerrida y quebrada, un tanto chulapa y gitanesca que altera y crispa los nervios de los británicos y británicas, que suelen utilizar este transporte público para leer esos pequeños libros de bolsillo. No me quiero imaginar lo que pasaría en Japón, donde los usuarios nipones los usan para dormitar. Ese sueño de llaves, que se llama, donde uno pierde la consciencia el tiempo suficiente para descansar plenamente unas décimas de segundo, unos segundos o tal vez un minuto.

Las Palmas, el día de la bestia.

Nota.- En respuesta a un comentario aclararé que sí puedo constatar que es necesario estar registrado para poder dejar comentarios en las entradas. Pero para aquéllos que no quieran registrarse pueden enviar sus correos a IRACUNDAMENTE@HOTMAIL.COM.

También, contestando a un correo, me gustaría confirmarlas mis más profundas convicciones en el ser humano, esperanza ilusa ésta que me ha llevado de la ceca a la meca, y cuya máxima es el respeto y la tolerancia. Mas no por ello usaré el Messenger para ningún otro fin (aunque sea sexual) que no tenga que ver con el intercambio de ideas. (Espero haber contestado a Maduro40 y sus intenciones amatorias, jaculatorias y masturbatorias vía web cam).

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