Monday, March 13

El arranque mañanero.

Mi jefe, que no es capitán sino capitana, y es de Jaén, y tiene dos poderosos luceros verdes, y una piel blanca y tersa como la porcelana china mandarina, se suele estremecer cuando de mañana, entro en la oficina y suelto un par de improperios que retumban las paredes, y le retumban las nalgas, y las bragas que a buen seguro, lleva arrejuntadas entre sus prietas carnes. Ella que es mujer, además de capitán, mira con ojitos de cordero degollado y me hace un ademán para que guarde silencio, mientras escucha su canción favorita.

Y es que Dios, el día que repartió las lenguas, y el talento de las letras y los números, a mi me cogió desprevenido, durmiendo la mona en un lupanar de la carretera de Heraclion, en la isla de Creta, yaciendo yermo y seco con una señora puta de las buenas, portuguesa para más señas de la península de Setúbal, cerca de Lisboa, que me había encandilado con sus haceres de buena hembra y mejor amante.

Porque las mañanas, como los domingos, para un perro viejo son jodidas. Te levantas de la cama dolorido, tras tumbarte y descansar cuatro sanas horas, y a la hora quinta del día te despiertas y desperezas, y notas como tus huesos se desquebrajan, como las bragas de una señorita, que han padecido las humedades de la noche. Y las hernias, y las cicatrices te tiran como las riendas de un caballo, como ese grueso cable acerado que une su grupa al arado, y los hace uno, inseparables como si hubieran nacido unidos, como si hubieran siempre coexistido en una lacónica simbiosis. El caballo tira y el arado saja la tierra. Y estoicamente se reproduce cada día de su vida, hasta que el caballo por viejo o el arado por oxidado son diezmados en el ostracismo del olvido, en un rincón del granero. Uno será pasto de las llamas y fundido será un extravagante cenicero, el otro se convertirá en comida para gatos, y pienso de gallinas. Y de esta guisa, y no de otra, mis mañanas son infiernos, y un triunfo de la voluntad sobre la carne.

Y retomado el camino, ya en el coche, sintonizando la radio para terminar de joder la mañana, escucho atónito las noticias del parte; la bomba perra que estalló en la carretera de Burgos, el tipejo que se dispensa de la cárcel por tener gripe, la milonga patrañera de los que sí a la bandera catalana y los que no porque no, y porque esta España mía es una nación, la señora que aparece fiambre en el río, con doce puñaladas en el vientre, y la niña que devoró como un lobo rabioso, un cazador nocturno, y cuyos padres desesperados son atendidos por psicólogos. Me gustaría romper la radio, y partir un par de crismas, y de paso cagarme en la madre de varios cientos, pero sigo conduciendo camino de los arsenales.

En la puerta, del diecisiete, adusto y altanero un reloj marca menos cuarto. La bandera, la de siempre, la roja y gualda, la que un día prometí guardar, la que besé y juré ante ella derramar hasta la última gota de mi sangre, todavía no ondea, y un soldado de verde, con su uniforme gastado del polvo de las playas y los barrizales donde pega barrigazos con su fusil, se cuadra y saluda automáticamente. Un leve gesto con la mano y me adentro.

Dejó atrás el cementerio de elefantes, la sexta y el tren naval, la jefatura de órdenes, y los arcos, y por fin, más allá de los astilleros, en el cuerpo de ingenieros, mi oficina me espera, donde un capitán que es capitana escucha su canción, esa que le ha dedicado un marinero que conoció una noche de copas en un bar de alterne, y le dijo que estudiaba diseño y él que era almirante en lugar de grumete, y que se miraron a los ojos como dos perdices y se arremolinaron a besos y lenguetazos, mientras cruzaban los dedos para que la noche acabara en la cama, saltando y sacudiendo sus cuerpos a golpe de mambo.

Y al entrar por la puerta, como un desquiciado, la miro a los ojos, al canalillo y a la entrepierna, y le diseño las formas con mirada promiscua, que sé que ella sabe que me pone loco. Y mi ayudante, que no es ayudante sino una ayudante, me trae el café, y me deja oler el perfume que emana de su cuello. Y veo su nuca desnuda, sabrosa y erguida, rectilínea y me entran ganas de comer, de desayunarla encima de una mesa entre el ordenador y los pliegos de papel, esas sábanas de datos que ahora son mi cometido porque me he vuelto viejo para bregar.

Y como soy viejo, y tengo los huevos repletos de mejillones, que me pelan las carnes y las ingles, me arranco de mañana por sevillanas, blasfemando en arameo, y cagándome en la señora madre, que no tiene culpa, de aquel tipejo de Murcia, que se fue con una fulana, y antes de entrar ya había salido.

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