Friday, March 17

Historia de un botellón.

A estas alturas de la palangana nacional, el contubernio paleolítico y la mierda que cagan los conejos, que son como pelotillas de arroz inflados, no me voy a poner mojigato y decirles que nunca me he agarrado una castaña, y dos si eran pequeñas, y que no he frecuentado burdeles, que como catedrales e iglesias abundan en todos los polos, esquinas y planicies de la madre tierra.

Siempre me ha gustado, dentro de los límites de mi propia privacidad y seguridad, ser fiel a la verdad, y no transgredir esa norma me ha podido dar más de un quebradero de cabeza, pero también muchas satisfacciones. Porque una cosa es pensar lo mierda que es uno, y otra muy distinta, decírselo a la cara, con los ojos bien abiertos y brillantes, lúcido y con esa venita atravesada inflamada por la cólera, esa venita que delimita la palabra hablada de las hostias con y sin hache. Así que siendo leal, bello y en desuso verbo, a mi propia filosofía de pobre y viejo soldado, no les negaré que me he apañado entre pecho y espalda más de una cogorza ora cervecera ora licorera donde las hubiere, con su pertinaz y contumaz resaca.

Soy viejo. Bueno, no tan viejo, pero si lo suficientemente viejo como para saber discernir desde la atalaya de mis edades el paso tétrico de las generaciones. Y ya puestos, como sabrán mis queridos y ácidos lectores, y demás recua de pseudo intelectuales de bolsillo, pertenezco a esa poco comprometida y muy demagoga generación X. Esa generación que se crió en los pechos de los ochenta con Alaska, Loquillo, Radio Futura o los Hombres G. Esa juvenil generación desenfadada y con muy mal gusto en el vestir y peor en el peinar, que todavía añoraba a Enrique y Ana y su querido amigo Félix, y que se salió a la calle un buen día del curso escolar; la consigna era “los de marrón de qué colegio son” (o sea los maderos), para protestar por la mierda de plan de estudios que nos querían imponer entre ceja y ceja, y también entre cacha y cacha. Sí, a esa y no otra generación pertenezco. Y también, solía juntarme con los amiguetes, algunos espinillados y otros, malamente enamorados de alguna quinceañera, para tomar las cervecillas, en aquel garito de mala muerte, donde te la servía de a litro, con espuma, meados y toda la parafernalia, y donde nos cegamos como un cromosoma a base de lingotazos. Ciertamente, los jóvenes nos reuníamos en los bares, y coreábamos y bailábamos al son de aquellos ochenta que se convirtieron en los noventa a golpe de caña y cubata.

Por eso, tengo que confesarles que lo del botellón, me la trae floja. Y por mi, pueden cogerse un coma etílico todos los participantes, que en eso consiste, y perder su juventud entre cascos de cervezas vacías o su virginidad en el maletero de un coche, mientras los colegas se pasan la birra, el cubatón y la merengada de música extraña y chorrera que escuchan ahora. Por mí, pueden romperse los tímpanos y las cervicales y los nudillos a base de borrachera macro inflamada en algún lugar acondicionado o improvisadamente en una plaza de esas con abolengo rancio e historia contemporánea. A mí, como se dice hoy en día, me la suda, me la flojea y me importa un carajo que al día siguiente el servicio de limpieza recoja una tonelada y media de basura.

Y sí, este párrafo tan irresponsable por mi parte tiene su razón de ser. Y esa razón, es que hoy, la sociedad está tan consumida por sus miedos y sus desdichas, que en lugar de escuchar a los jóvenes y meterlos en vereda, los aparcamos como si fueran trastos, como si fueran objetos inútiles o frutas verdes, y creemos que algún día madurarán como lo hicimos nosotros, por cojones y porque no nos quedaba más remedio. Y no, no es así, porque los jóvenes gritan y gritan fuerte buscando ayuda, buscando consejo y buscando una luz que los guíe, y nosotros que somos una sombra patética y ridícula y absurda y grotesca, en definitiva una caricatura de ser humano formado y forjado en los avatares de la vida, hacemos oídos sordos y no nos molestamos en levantarnos del sofá.

Y por esa razón, nuestra juventud se concentra y manifiesta en pro de un botellón, en lugar de hacer lo que hacen nuestros jóvenes vecinos galos, que también se concentran en las proximidades de la Sorbona, pero con otro fin, el de acabar con los empleos basura y esclavistas del Ministro Villepen. Por eso, nosotros somos el país de la pandereta, la jota y la falla flamígera, el cortijo y el latifundio, el terrateniente y los chiringuitos de playa, donde los alemanitos y alemanitas, holandesitos y holandesitas, britaniquitos y britaniquitas se fletan un vuelo charter para beberse nuestras ciudades y orinarnos en la boca, mientras nosotros continuamos con nuestra siesta, santo y seña de nuestra nacionalidad, que otra cosa no es hacer patria.

Pues eso, cuando nuestros hijos de quince meses, tengan dieciocho años, estudiarán en la facultad de historia, la historia del botellón, la concentración masiva de la juventud española en pro del derecho reivindicativo de tajarse en plena calle y vomitar en las aceras y los portales, y dejarán de lado cosas que no interesan a nadie como la afluencia masiva de inmigrantes senegaleses que llegan cadáveres a las Canarias, la reorganización de las comunidades y la opa boba de ENDESA, que para política no están y tampoco para retorcerse los cuernos con los derechos humanos, que ya se han olvidado, porque no lo han aprendido que fuimos un pueblo nómada con todas sus letras en la “dorada” época del franquismo y el movimiento nacional, y fuimos limpiadores de culo de vacas y fontaneros y pegadores de carteles publicitarios en países del norte, donde los españolitos éramos los primo – hermanos de Manolete y Estrellita Castro, y al fin y al cabo, esas cosas a nuestra juventud les importan un pimiento, por no decir una mierda, que suena mal, que si a los que les pagan por ello no hacen nada, a ellos que ni siquiera les dan paga los domingos menos.

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