Saturday, March 4

Mar gruesa. (Tributo a la ¿Señorita? Pazos)

En eso que me encontraba en el comedor de marinería, en un antiguo cayuco de papel de fumar y casco gris, con mi viejo camarada, al que le llaman el abuelo, por su barba cana y sus ademanes de antigualla, uno de esos de la vieja escuela, con tantas millas náuticas a la espalda, y tantos mejillones en los huevos que rompe pantalones; con una mano aferrado a la mesa y otra a un vaso de whisky de malta, en vaso bajo y una piedra de hielo, aguantando el temporal, escuchando a través del mamparo de estribor los golpes con que la mar arrecia, y encorvando los riñones y el estómago en cada pantocazo que el barco daba, al antojo presuntuoso y omnipotente de esa mar, que a veces embelesa y otras te machaca y traga.

Son en esos momentos de furia y tifones donde se observa la talla con que está hecha un marino, su aguante, su resistencia y sus convicciones y vocación. Y allí, restregados por la madre naturaleza como viles cucarachas, bebíamos para olvidar y contábamos historias, de esas que se cuentan a hurtadillas en las esquinas, embozados y cubiertos para que no se nos distinga en las tinieblas.

La conversación rememoró las ruinas de Efeso, la acrópolis de Atenas, los burdeles de Catania, el gran bazar de Estambul, los fiordos noruegos, las frías aguas de Islandia, la campaña del pez espada, y el golfo de León. El istmo de Panamá, y el canal de Suez, y Buena Esperanza y Hornos, y Salvador de Bahía, Fortaleza en el Permanbuco, o Mindelo en Cabo Verde.

No sé si fueron los efluvios del alcohol, o el movimiento goyesco del buque atravesado a la mar, pero en un momento dado nos pusimos nostálgicos, como dos viejos descabezados lobos aullando a la luna, una luna plateada y sólida, resplandeciente y llena, de esas que sólo se contemplan en alta mar los días que las nubes no cubren los cielos.

- Esta vida nuestra es una puta mierda. – Sentenció el abuelo, apurando un sorbo de su vaso. – Una puta mierda.- Repitió, mientras sus ojos vidriosos por el licor y el humo del tabaco se dispersaban en la neblina del compartimiento.

Y, es que el abuelo, cuando se pone nostálgico, tanto le puede dar por romper cabezas como por arreglar el mundo. Por cagarse en la madre de toda la oficialidad, o por ponerse a tararear una muñeira sin gaitas ni foles ni pandeiros en medio de la nada.

Esta vida nuestra es una puta mierda, repitió, una vida de sacrificio, una vida de desgraciados, de miserables. Dormimos hacinados como ovejas en sollados, compartiendo la cama con las chinches. Comemos frío, poco y mal. Y descansamos un par de horas al día. Esta vida nuestra es una puta mierda.

Mar gruesa para muy gruesa, después arbolada. Así es el mediterráneo. Un mar traicionero, una mar canalla y vil que te tienta como una hembra a que la cubras en su lecho, y luego, cuando dormitas, te corta los cabellos. Sí, era día de mar gruesa, temporal, viento rolando por los cajones de proa y popa, olas que superando el castillo se filtraban por las grietas hacia los compartimentos, e inundaban las bodegas de popa, por debajo de toldilla.

No entraré en detalles de donde acabó aquella velada, pues aunque prescrito el delito, el pudor todavía me ampara y no me permite sino ser prudente y discreto. Años ha, eso es cierto, y ahora el abuelo descansa de sus años de miseria y bandazos, cañones y abordajes en un solariego destino de las islas mágicas.

Pero ahora, que los años pasan, y no pasan en balde, me ha venido a la memoria. Sí, esa puta costumbre que tiene mi memoria de atraer como la miel a las moscas recuerdos que duelen, recuerdos que matan, recuerdos oscuros y tristes de otros tiempos. En ocasiones, certero como un lince, me pregunto el por qué de tan caprichosa selección de la memoria. Pero no sé lo que contestarme, e intento disimular como puedo esa incontenible desazón dejándome llevar por la marea, y mi organismo se evade también, recurriendo a un recurrente (perdonen la cacofonía) dolor de cabeza. Migrañas que llaman los médicos, yo les llamo patrañas.

El asunto es que la vida de la mar siempre ha sido dura. Ha sido hecha para hombres que no tienen nada que perder. Ha sido creada por magos hechiceros para castigar al hombre y humillarlo ante la toda poderosa mar, y recordarle que la soberbia, como el crimen, siempre se paga.

La mar es una amante caprichosa. Una amante exigente que te sangra las carnes, como aquel bonito del norte hecho mojama. La mar tiene algo de taxidermista, pero de los de malas artes, que te disecciona y diseca, pero en lugar de dejarte hueco por dentro, te carcome el alma, y te deja el rostro arrugado, plegado, y abatido, y la mirada perdida siempre en la línea del horizonte. La mar tiene el don de volverse adictiva. Te atrae con sus movimientos insinuantes y provocadores, como los de las fulanas que en los puertos te agarran el culo, y te besan los labios, como las meretrices que te sueltan el humo de su cigarro en la cara, y luego te pasan la lengua, lamiéndote la mejilla, mientras con una mano te acarician el miembro, sin perderte de vista con su húmeda mirada. La mar es la mayor de las putas. La gran puta. Y la puta más perra porque se cobra en sangre, sudor y vida sus servicios.

Ahora, que los niños de papá juegan a la guerra, disfrazados de mimetas en campos confeccionados al uso, con pistolillas de agua, y las niñas se acicalan como vedettes de cabaret de alterne los fines de semana, la mar se convierte en el único refugio de los marinos errantes. Ahora, que la involución está tan cerca que se huele como el vómito de un borracho, y que la comunicación es tan escasa que las plazas y los jardines parecen camposantos, la mar, esa puta engreída y presumida, es el asilo de los viejos piratas, que con sus patas de palo, sus parches y sus costurones, se sientan en los malecones a contemplar las estrellas las noches de verano, y también en primavera.

Sí, sólo me queda volver a la mar. Tomar una barca, tal vez la de la parca y acompañarla hasta el cementerio donde reposan los restos de los antiguos galeones que surcaron las aguas.

Pensarán que me estoy poniendo romántico, y quizás melindroso, y tendrán razón, no se la niego. Pero es que estoy hasta los molondros de tanta diarrea mental y de tanto desperdicio social que hoy por hoy se ve, se palpa y se siente.

Yo soy hijo de la mar. A ella me consagré con dieciséis años. A ella le he dado lo mejor de mi, mi juventud, mis ilusiones, mi amor verdadero. Como una mujer que se ama la he tratado, y me he criado de sus pechos cuando el hambre me podía. La amo como sólo se puede amar una vez, sólo una vez. Yo soy un hijo de puta, porque la mar es muy puta. Y con orgullo llevo su flor de lis tatuada en mi pecho a sangre y fuego, y derramo lágrimas, que son bocanadas de viento cada vez que me alejo de sus cálidos abrazos.

Si he de morir, que sea a su lado, colmado por sus olas encrespadas y sus corrientes frías. Si he de morir que sea como un soldado, con la cabeza erguida, fija en el horizonte. Sin miedo, porque no temo a la muerte. La muerte sólo es un paso, la vida han sido muchos.

Y cuando llegue mi hora, allí estará como su sonrisa pintada de rojo en el rostro, esperándome con los brazos abiertos, como una madre, como una esposa, como si fuera la única cosa que ha valido la pena.

NOTA.- Ahora, señorita Pazos, espero que halla podido constatar que no solamente sé escribir borderíos, también si quiero puedo escupir chuminadas amariconadas como ésta. Se la puede quedar, la puede imprimir, he incluso si quiere se puede limpiar el culo con ella. Atentamente, y para usted, Señor Corso.

¡Ah, sí, soy un cabronazo engreído! Tiene razón.

2 comments:

Corso said...

No va por usted, y no siempre escriben comentarios que se hacen públicos, debería saberlo Ojos Claros....

La de la ventana said...

Si esa dedicatoria fuera para ti, Ojos Claros, iría para ti, ¿no crees?

El señor Corso tiene más lectores aparte de ti, querida...

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