Friday, February 10

La idiotización global (1ª parte)

Cada mañana cuando me levantaba en alta mar, le daba las gracias a Dios porque hubiera pasado otro día, porque no hubiera mala mar y porque el rancho no estuviera frío.

Al cabo de unos años, me levantaba por la mañana en alta mar, salía a la cubierta, y le daba gracias a Dios porque mi cuerpo seguía resistiendo las embestidas del mar, la humedad y los ranchos fríos.

Lo cierto, es que si evoco aquella época de mi juventud, cuando navegaba como un buen corsario a las órdenes de Su Majestad, es por una razón justificable, aunque tal vez, no entendible por ustedes. Esta razón es la nostalgia.

Sí, la maldita y miserable nostalgia que me sume en un letargo total, y que como si de una niebla densa se tratara amanece conmigo todas las mañanas.

Al mirarme al espejo veo mi rostro curtido. Las arrugas, las cicatrices, los tatuajes, que aquellos maestros me dibujaron con sangre y tinta negra en la Bahía de Osaka o en los fríos Balcanes. También, observo que mi barba, que antaño se veteaba de rojiza ahora se torna blanca y sobre mis sienes (ahora mi pelo ya no es un cepillo) también se encana. Y, aunque debo admitir, que como los buenos vinos he mejorado con el tiempo, algo de mi, esa parte de la vejez más iracunda también se ha abierto camino. Y ésta, ¡maldita!, se llama nostalgia.

Pero hablar de nostalgia, me hace no sólo contagiarme de ese pasado mío tan lleno de aventuras, guerras y conflictos, de viajes a países exóticos y playas paradisíacas donde más de una joven me ofreció sus amores a cambio de unas monedas, una sonrisa o algunas palabras lisonjeras, aunque también debo confesar, que hubo otras que no cayeron en esta tentación… sino que también me hace reflexionar sobre lo que he vivido, porque lo he vivido y lo que he conseguido.

Personalmente, he alcanzado muchas metas que me había propuesto, entre ellas, la de seguir vivo, que en ciertos lugares, como en los desiertos afganos o las frías montañas servias no siempre ha sido cosa fácil. Al igual, que la mar, tampoco me ha facilitado las cosas, pasando temporales al cruzar el Cabo de Hornos o más próximos en la “mar de homes” en el dispositivo de Finisterre.

Mi vida ha estado siempre al servicio de la patria. ¡Vaya palabra! La patria… habrá quien a estas alturas me tache de fascista o como poco carcamal, retrogrado o simplemente se ría de mi. Pero eso ha sido mi vida. Un servicio a la patria (y ésta con letras mayúsculas dentro de mi corazón). ¿Y qué he conseguido yo a cambio? No, no busco gratitud ni reconocimientos, no me malinterpreten.

Busco algo diferente, algo que fuera más allá de lo mundano y terrenal, y sin darme cuenta no existe.

Veo, en cambio, una sociedad idiotizada. Una sociedad consumista que se ahoga en su propio egoísmo, del cual yo también soy partícipe. Una sociedad que admira ídolos con pies de barro, video consolas y se deja llevar como una turba enfurecida, como un madero pútrido por las corrientes, sin pensar en las consecuencias, porque las consecuencias se les antoja, ¿o debería decir se nos antojan?, demasiado lejanas.

¿En qué mierda de mundo vivimos? Vivimos en un mundo inhóspito, solitario y que nos consolida en la más nefasta y necia soledad individual. Donde no conocemos el nombre de nuestros vecinos, y donde ni siquiera diez idiotas con sus teléfonos móviles partiéndole la cara a un mendigo nos conmueve. No, ya no nos estremecemos al ver imágenes de sangre, ya no sentimos nada, ni siquiera un pequeño o diminuto impulso eléctrico en nuestros pétreos corazones cuando aparecen imágenes y noticias de asesinatos, violencia y sangre. Estamos inmunes.

Siempre he sido un iluso, creí desde muy pequeño, cuando mi abuela se moría de un cáncer en una destartalada cama de hospital, que algún día, un laborioso investigador hallaría una vacuna contra esta peste que atenaza al hombre desde que es hombre, y sin darme cuenta, la única vacuna que se regala gratis y con la más mísera frivolidad es la de la inmunidad hacia la desgracia humana.

¡Qué terrible paradoja! Vivimos en la era de la comunicación y no hablamos ni dialogamos, escuchamos absortos absurdos parlamentos de idiotas que hablan para idiotas, y donde nosotros, desgraciadamente, también nos creemos idiotas, porque aceptamos con carmelita parsimonia todo lo que nos cuentan…

Ahora, que los años no pasan en balde, me levanto por las mañanas, y salgo al balcón, ya no hay cubiertas de barco, y contemplo la mar, y le doy las gracias a Dios por seguir vivo, y le pido que cada día que pase me haga un poco menos idiota.

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