Saturday, February 11

Latigazo ético (1ª parte)

A mi me encanta pasear, me encanta perderme por las calles de mi pequeña y neoclásica cuidad, ahora pueblo por su escasez de habitantes, y observar. Observando, que es gerundio y te induce al movimiento, adquiero, y adquiriendo, aprendo… y esa, se quiera o no, es la meta que se impone nuestras atrofiadas mentes.

Como les decía paseaba con mi compadre, el maestro armero, ese que en otro tiempo y lugar lucho codo con codo a mi lado en tantos guerras que ya no recuerdo cual fue la primera, y lleva tatuado en su brazo izquierdo como yo, aquella máxima latina que dice que sin Dios no hay sentido; cuando el frío que aquí se llama helada nos recorrió los viejos cuerpos y nos estremeció, no teniendo más remedio que hacer parada y fonda en un café del casco histórico, que nosotros aquí llamamos “Ferrol vello”.

Y es que la helada, que en estos lugares empapa las ropas, los huesos y el alma, no perdona como no perdona la edad, ni los huesos quebrados ni las cicatrices cosidas por matarifes de turno en cualquier bocacalle oscura, bajo las sirenas de los bombardeos y los fulminantes haciendo añicos las paredes y los cristales.

Nos sentamos en una mesa solitaria y circular del fondo, amparados por la tétrica luz bohemia de un foco deslucido, y en silencio nos miramos. Su cara la recorre una larga cicatriz, y todos le seguimos por el “cara cortada”, y a mí que llevo tatuado a sangre y tinta los siete mares, me dicen el corso. Nos miramos, como decía como dos viejos se miran cuando han pasado tantos años juntos sin darse cuenta de que han envejecido. Y sonreímos. Y empezamos a carcajearnos como hienas sobre su carroña sanguinolenta. El local, infestado de jóvenes, se quedó en silencio. Pero ninguno osó a mirarnos por miedo o por respeto o tal vez, mucho me temo, por lástima. Y, viendo la situación, volvimos a reírnos como viejas gaviotas sobre un tejado al anochecer, después de haber sembrado con su guano toda la ciudad.

Pero perdonen a este viejo soldado, que se pierde por la sierra, como su amiga Tareixa, y les cuente. En aquel momento, de mágica conjunción telepática, donde ambos recordábamos antiguas batallas, entró un hombre mayor que nosotros, con el rostro colorado, “claretero” que se dice, empuñando su brick de vino barato, un andrajoso abrigo hecho de jirones y mala costura, y un hedor penetrante a miseria. Llevaba en la mano una gorra sucia y desastrosa y pasó por las mesas pidiendo limosna. Nadie le miró, y sólo una anciana, que llevaba todavía su breviario en la mano, por casto pudor, le echó unas monedas. Viendo su poca fortuna, desistió de continuar hasta el final y marchó.

Tomé el periódico, y en su última página leí en voz alta un artículo de contraporta, de esos que al final son los mejores, que hablaba de la exposición Arco 2006, y detalladamente enumeraba precios y obras. Un muro con cristales (5000 €), una tabla de planchar (22.000 €), un pedazo de lona y plástico (42.000 €) y una puerta con un cubo rebosando agua (80.000 €)…. Durante un rato estuvimos pensativos, hasta que mi compadre el maestro armero, el cara cortada, me miró y dijo en voz alta: “Ay que joderse, pagar un dineral por esa mierda que encuentras en un descampado con más arte”. Y, un señor, con cara de académico estreñido nos miró por encima del hombro, como si aquellas “obras de arte” las hubiera confeccionado su hija, o tal vez el marido de su hija un día que se encontraba hasta arriba de barbitúricos y tequila… “Ay que joderse!”, repitió mi compadre. Y como almas que lleva el diablo corrimos calle abajo en busca del mendigo…

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