Saturday, February 25

Tiempo de tormenta, granizo y recuerdos.

Hoy paseando por mi vieja ciudad, entre charcos y granizos y algún que otro rayo perdido, volví a mi infancia, más terrible, cuando la quietud y el silencio poblaba esta tierra. Cuando se escuchaba la filarmónica del paragüero afilador, con bicicleta y rueda de afilar incluida. Cuando el cansino limpiabotas paseaba por la calle Real, con su maletín y su dignidad, que parecía un médico, en busca de unos zapatos sucios, ¡y los había! O cuando la lechera, o la pescadera o el vendedor de periódicos, que siempre recordaré ancianos, pregonaban por la calle sus mercancías.

Sí, lo bueno que tienen las tormentas y el granizo es que acobarda a la gente moderna. A esa gente que sale de casa provista de paraguas, gabardina y botas. A esa gente que el frío del norte, que siempre azota esta tierra en invierno, les aterra y les entierra en sus casas al calor de la chimenea, de la estufa de gas o del calefactor de aceite. Y a mi me gusta esa cobardía de la gente moderna, porque me deja solo por la calle, como un único y raro espécimen, deambulando por las enlosadas y vetustas rúas, dejando que el granizo se cuele, pizpireta y malévolo por mi nuca hacia la espalda y llegue hasta donde rompen los cestos. Y ese silencio… ese silencio que se hace verbo cuando la maquinaria cesa, cuando los coches no transitan y cuando la gente moderna se queda acuartelada en sus casas. Ese silencio me enamora.

Porque ese silencio me traslada a otra época, a esa época en que mi pequeña ciudad neoclásica olía a silencio, a honradez urbana, a civismo y educación exquisitamente neoclásica. Me hace recorrer el tiempo en su maravillosa máquina, y volver a mis momentos de rubiales púber, cuando con pantaloncillos cortos o rodilleros, paseaba por las calles y contemplaba magnificado la solemnidad de la ciudad. Podía sentir su latido a cada paso que daba. Un latido fuerte y vigoroso, que retumbaba a veces feroz y otras, suave entre los edificios modernistas, los jardines y las plazas.

Y caminando, me acerqué a los baluartes, donde el jardín de césped recién cortado se ha trocado en un patio de gravilla, y donde los cañones centenarios se han transformado en bancos improvisados, donde las parejas se dan la mano y se besan a hurtadillas en la madrugada. Y allí, sentado, bajo la lluvia, he vuelto a recrear mi infancia.

He visto a mi abuelo sonreír con aquel bigote dieciochesco y su ademán sereno. Con su traje gris de la maestranza y su bastón de cabeza de perro. He visto a mi abuela, la ilustrada señora de sienes grises violetas, la que fumaba un winston en la sobremesa y leía en francés, la misma que se quedó sorda de un oído cuando en Cartagena, a su primer marido lo fusilaron por rojo, y allí desnuda y molida, le rompieron el tímpano a bofetadas, la vi, como lo que era, como una señora de alta alcurnia que paseaba del brazo del hombre del bastón de cabeza de perro. Y, hubiera llorado, hubiera llorado de emoción contenida, y no me hubiera importado, porque las gotas de lluvia helada la camuflarían en mi rostro… y aunque lo intenté, ¡vive Dios que lo intenté!, no hubo manera, porque mis cuencas se secaron hace lustros entre polvo de desierto y miseria.

Porque tras la tempestad regresa la calma, y tras el paréntesis temporal retorna la realidad, en la cruenta realidad, cesó de llover, de granizar, y los rayos se perdieron en otras tierras, y la gente moderna salió de sus casas, como aquellos ingleses de la City salían de las bocas de metro y de los bunker después de un bombardeo, y las calles, nuevamente se concurrieron de ciudadanos, de ruidos de teléfonos móviles, de maquinaria pesada, de coches y autobuses urbanos, y la vida de la ciudad tomó su pulso.

Y atrás, el cañón de Méndez Núñez se convirtió de nuevo en un improvisado picadero, y el césped recién cortado en gravilla doliente y seca, y la figura de mis abuelos se difuminó como lo haría un tronco a la deriva en un mar con calima…

Mojado, exhausto y cansado me enfrasqué en mi mismo, y me adentré en un café de abolengo, y tomé una aspirina, un descafeinado hirviente y un bollito suizo. Y, en mirando por la ventana, las calles que se me antojaron limpias y repletas de silencio ahora eran un hervidero de pequeñas hormigas modernas trasegando.

Pienso muchas veces, que soy un tipo anacrónico en todo el esplendor de su acepción académica, y desplazado en tiempo y espacio me revuelvo como una serpiente acorralada dentro de un frasco de cristal. Y pienso, que tal vez hubiera sido mejor que unas fiebres de malta o una gripe española me hubiera partido el pecho y arrancado el alma, y haberme quedado imperturbable en el tiempo.

Quizás de esta manera, no tendría que leer en los periódicos como nuestros Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado desarticulan otra red de pederastas o como un fulano, borracho, drogado o simplemente más prepotente, mata a su mujer a golpes porque le sale de los adentros.

Y, es que viendo tanta miseria y podredumbre, me entran nauseas, unas nauseas que se convierten en arcadas y éstas a su vez en vómito. Un vómito negro y sucio que suelta mi garganta directamente de mi estómago. Un vómito compuesto de maltratadores, pedófilos, violadores, asesinos, traficantes…. Buitres asquerosos que se alimentan de la carroña que dejan nuestros maltrechos cuerpos, que se apoderan de nuestros sueños y los convierten en pesadillas, que acotan nuestra libertad y nos hacen sentirnos prisioneros en nuestro propio hogar.

1 comment:

onlysnow said...

Si bien pudiera ser verdad. Que no digo yo que no lo sea. En esas otras épocas- que no llamas modernas-también desgarraban pieles, achuchillaban la tierra de miserias, y en el trasfondo de una sacristia el cura precisamente no reza.

Va a ser que nos tendremos que adaptar a los tiempos aunque entre morriña.

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