Monday, February 27

Perra noche de guardia.

En esto que estábamos el maestro armero y yo en el patio de armas, cuando las trompetas de Jericó tronaron y se rasgó desde el cielo, un lupanar de estrellas, un burdel infinito de astros que rompieron y se hicieron añicos contra el suelo, así como una bola de cristal, de esas que tienen una cabañita canadiense, del Canadá, y nieve; las hay con arbolillos, abetos y adornos navideños, también.

Era una de esos días de tristeza absoluta, esa tristeza que surge del tedio y del aburrimiento. Era un día de esos que montando guardia de armas, en capilla, orábamos a nuestros dioses guerreros y hacíamos reflexiones sobre nuestras vidas.

Sentados sobre el borde del abismo, que era nuestra vida, tomando un café de termo, y pastas danesas, se nos ocurrió contar historias sin sentido de un pasado lejano.

- ¿Por qué te hiciste soldado? – Me preguntó con cara de circunstancias.- Tienes estudios, al menos una carrera acabada, tienes familia o al menos tuviste, y tienes la clarividencia de un actor de cine o teatro, tal vez de opereta si me apuras, y la convicción de un charlantán de feria.

¡Qué jodido el maestro armero cuando se pone profundo!, le salen las palabras a borbotones de la boca, como la sangre salía de aquellos sarracenos, que un domingo de Pascua, en un mar cuyo nombre no pronunciamos les cortamos la garganta, los pasamos a cuchillo, y los colgamos de los palos como si fueran unos petimetres ladrones de huevos de gallina.

Sentado, allí, en el borde del precipicio, que es mi vida, volví al pasado ulterior y citerior, y ultralejano, aquel pasado de juventud mamarrachera de bigotillo juvenil y pelo ensortijado.

- No lo sé. – Le contesté con sequedad. – Nunca he sabido lo que he querido.

Y como nunca he sabido lo que quería ser, ni lo que quería hacer siempre me he arriesgado en todo. Y debo confesar, también al maestro armero, que algunas cosas me han salido bien y otras como una patada en los huevos. Que he comido y bebido y me he saciado de la felicidad infinita, pero también he mascado mucha mierda, porque al fin y al cabo, el que se arriesga y juega una carta equivocada, a veces pierde, y cuando uno pierde se jode, y duele y duele mucho, más que cien patatas en el culo o un par de collejas con la mano abierta. Sí, en eso consiste no saber lo que se quiere, ni tener muy claro nunca el horizonte.

- Creo que siempre he sido un poco caprichoso, y poco constante.- Farfullé por los bajines, mientras mi compadre sorbía su café, colado con un calcetín que olía a maniobras, betún y sudor, que le da poco aroma pero mucho color. Él, parco en palabras, me miró y sonrió.

En ocasiones, creo que le borraría la sonrisa de la cara a hostias, pero hostias galopantes, no consagradas, porque tiene una sonrisa que parece que te dice, “¡ves, lo sabía!”, y se parte las cachas de ti, en tus morros, sin decir nada, y eso, lo del silencio que lo dice todo, me toca los cojones, aunque venga de mi mejor amigo, de mi hermano, mi compadre, el cabrón del maestro armero.

En este mundo hay gente que se conforma con bien poco, y que encuentra la felicidad debajo de una piedra. Hay gente que busca la felicidad durante toda su vida, y no la divisa, ni aunque la tenga delante de las narices, ni aunque fuera un perro rabioso a punto de morderle una pierna. Y hay gente que nunca será feliz porque confunde la felicidad con otras cosas, más mundanas, y lo mundano y lo terrenal, nunca dan la felicidad.

No sé si será cierto aquel dicho que dice que el dinero no trae la felicidad, aunque acomode. Pero lo cierto, es que en esta vida todo se reduce al final a una cosa, y ésta, ¡maldita sea!, es dormir por las noches. Y dormir tranquilo, con los brazos abiertos en cruz, o es aspa para los que no sean creyentes, y la respiración suave y acompasada, y los latidos del corazón menguados y distantes. Sí, a ese descanso me refiero, en el que sueñas con angelitos, aunque sean los negros de Machín, que sueñas con prados verdes repletos de margaritas y donde el amor de tu vida, que nunca conocerás está ahí, y no sólo ves su figura difuminada, sino que eres capaz de acertar a contemplar su rostro. Esos descansos, que al amanecer, te desperezas y abres los ojos, y te levantas, como cuando eras un crío y tienes hambre, y te comerías un par de tostadas con manteca colorá, un croissant, un bollito suizo y un par de huevos con panzeta, porque aquí se dice panzeta y no bacón, que bacón, pero con mayúsculas era un pensador que no viene al caso.

Lo cierto, es que me muero de la risa, pensando en todos esos tipos y tipas que lo tienen todo claro y planificado. Me río de esos señores y señoras que cada minuto de su vida lo tienen letrado en un planning de su agenda, o dietario, y que cada día que pasan, saben de antemano lo que debe ocurrir, cómo debe ocurrir y cuándo. Sí, me desquebrajo de la risa, como si fuera una rama seca de un árbol secó en un verano árido en Andalucía.

Yo admiro a aquéllos que improvisan en la vida. Sí. Porque la improvisación es en sí la vida. Porque nada en esta vida es seguro, y no se puede planificar. Porque donde hoy hay un jardín y una huerta, mañana te plantan un edificio de quince pisos. Porque donde hoy dije digo, mañana digo diego, y porque, aunque no lo queramos, no somos capaces de gobernar el universo.

Por eso yo siempre me arriesgo, por eso me gusta tirarme sin paracaídas, por eso prefiero estrellarme contra el suelo y romperme todos los dientes, y los huesos, y los huevos en la caída, que esperar sentado a que pasen las hojas de una cenicienta agenda de cuatro euros.

- Hay quien no sabe lo que quiere.- Musitó como una ratilla, el maestro armero.

Sí y también hay gente que todavía no ha encontrado su lugar, pero eso no es lo que importa. Lo importante es buscar, lo importante es no dejarse vencer, lo importante es perderle el miedo a la vida, al que dirán, a los vecinos lenguateros, a las verduleras del mercado, y a todos los necios de este mundo. No saber lo que se quiere es una cuestión tan humana como respirar o mear, y sin duda, Sócrates o Platón, o Aristóteles, mientras se la meneaba un discípulo en los liceos o academias atenienses, hubieran dado su hígado, su esfínter sodomizado y su vaso de cicuta por haber encontrado el sentido de la vida.

Porque la vida tiene un sentido, cada vida humana tiene un sentido, que paradójicamente puede llegar a ser un sinsentido, pero es así. Y no se le puede dar más vueltas. Hay gente que nace para triunfar. Hay gente que nace para fracasar. La hay que nace para ser feliz, y la hay que nace para buscar la felicidad y no encontrarla. Sí, es un sinsentido, pero es una cuestión humana que nadie puede rechazar, ni siquiera el maestro armero, que se ha bebido su café chirlero y le ha entrado cagalera, allí en el patio de armas, haciendo guardia en capilla, esa noche de mierda, cuando un rayo partió en dos un roble milenario, cerca de la ermita de san Antón, y la ardilla bellotera que vivía en su interior, y que estaba en un burdel para ardillas de la fraga de O Cebreiro, perdió a su mujer y cinco crías, la misma noche, que un cazador de postas, conejero y perdiguero, atinó a una pareja de ciervos en el lomo y los despellejó vivos en un coto privado, en una salvaje ceremonia de sangre y brutalidad animal. Esa misma noche, que la luna estaba escondida detrás de un matorral, las nueve metros se mecían con violencia sobre el pantalán, y un disparo sonó en poniente, cuando “El boiro”, del sexto del noventa y cuatro, mientras se pajeaba pensando en la “Feli”, que es su novia del pueblo, se le cayó el fusil al suelo. Sí, esa perra noche.

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