Monday, February 20

La parábola del buen Pascual. (Retrato de actualidad)

Pascual, no él de la leche, sino otro, me dijo que le gustaba el silencio, que el silencio era como una mujer bien depilada y recién lavada, que huele a gloria bendita, y que la amas con más pasión.

- Amo el silencio. Me gusta.

Pascual, que trabajaba de celador en un hospital de la comarca colecciona sellos, flores secas y cabezas de mujer, que previamente amputaba del resto del cuerpo con un golpe seco de su hacha. Una de esas hachas leñadoras, para troncos leñosos fuertes y gruesos. La empuñaba con verdadera soltura y con vikinga pericia rebanaba una cabeza, tan rápido y veloz, que parecía como si se cauterizaran las heridas. Sí, Pascual, nuestro Pascual, nuestro asesino en serie particular y comarcal, que cumple condena en una prisión de máxima seguridad en Illinois, provincia de Albacete, es un verdadero maestro en el arte de la tortura y el asesinato.

Un día, le pregunté, distraídamente, de dónde le venía esa afición por cortar cabezas. ¿Por qué no puestos, te llevas los senos, o la vulva, o los meñiques? Él sonrió, con una sonrisa tan dulce como la miel, como sonreiría un niño chico cuando el das una piruleta, pero no me contestó.

Pascual, eunuco desde los seis años, en que su padre, capador de cerdos de oficio y natural de Sotillo, borracho como una cuba lo castró, no suele contestar a las preguntas directamente, o eso creo yo. Suele divagar como haría un filósofo sin darte respuestas concretas, porque las respuestas concretas conllevan brevedad y al no le gusta la brevedad.

- No me gusta la brevedad. La odio.

Desde la ventada de su alcoba, donde como un gorrioncillo está enjaulado, suele pasarse horas contemplando una montaña nevada, mientras se escarba con su dedo índice la nariz hasta que se hace sangre. Cuando esto ocurre, se queda fijamente mirando el dedo y contemplando la sangre con una inusitada fascinación. Es entonces, cuando algún vigilante le limpia el dedo. Pero este hecho, nada particular, a Pascual le irrita. Le irrita tanto como a un señor de Cuenca con Hemorroides montar en bicicleta, o más.

Un día, le pregunté, sin malicia, por qué les amputaba la cabeza a las señoras y no a los señores, y él me sonrió, pero no contesto. Volvió a mirar por su ventana hacia la montaña, y comenzó a escarbarse con el dedo la nariz. Y esto a mí, singularmente, me irritó, tanto como a un señor de Alicante con hemorroides montar a caballo por la sierra, o quizás menos.

Pascual, todos estamos de acuerdo, merece la pena de muerte. Pero lo detuvieron un día después de abolirla. Antes, un día antes, estaría colgado por los pulgares de un árbol centenario que tenemos en la plaza mayor, y dejaríamos que los cuervos le picotearan los ojos. Pero claro, también, es cierto que queríamos ingresar en la Unión Europea, y los observadores nos significaron que esa práctica era poco ortodoxa. Y nosotros, que el fondo somos muy cívicos y civilizados, la abolimos. Por eso Pascual, Pascualito, el corta cabezas, cumple condena en una prisión para dementes y asesinos en serie, en lugar de estar despellejado vivo en el árbol centenario.

- Amo el silencio. Me gusta.

Esa afirmación la repite con asiduidad, con tal continuidad que muchas veces, tenemos que taparnos los oídos, y sabemos que cuando no habla, cuando se mantiene en silencio, también la dice, también la pronuncia en su lenguaje secreto, un lenguaje que hipnotiza, que hechiza, que embauca y atrapa, como esas telarañas que tejen las arañas para atrapar moscas. Sí, verdaderamente, Pascual tiene una mirada hipnotizante, por eso a sus dos vigilantes les arrancamos los ojos, y así no corremos el riesgo de que los hipnotice y posteriormente se escape, para continuar amputando cabezas por toda la comarca.

La señora Celia, que es viuda de un general o eso dice ella, y que se vino a la comarca a tomar las aguas pero se quedó, dice que Pascual debería estar muerto. Que hombres como él son una perdición y una muy mala imagen para el pueblo, pero el señor alcalde, que se la beneficia los primeros sábados de cada mes, se niega porque ahora existe un proyecto para ser la sede de las Olimpiadas. Cuando la señora Celia saca el tema, y el señor Alcalde se niega, ese día, ese sábado no hay cópula, y él se tiene que conformar con que lo masturbe su escolta; un tipo de dos metros por cuatro de ancho, de cabeza rasurada y mirada tierna, ademanes masculinamente femeninos, que es sordomudo, pero que tiene, esto según la versión del señor alcalde, un tacto muy suave. A la señora Celia no le molesta que el escolta del señor alcalde lo masturbe, de hecho, la señora Celia, que tiene cerca de los ciento tres años, está un poco cansada de fornicar con el alcalde. No aguanta mucho, es precoz, suele comentar con maldad en la reunión de la parroquia a las demás señoras de bien, con las que juega al mus, al tute y a la canasta. Todas se ríen, menos la señora Rita, que es la mujer del alcalde y cornuda consentida y asimilada, que se suele cagar para sus adentros en los ancestros de la pavorosa y ardiente dama, pero que se lo calla para no mostrarse celosa, como le enseñó su madre, otra mítica cornuda consentidora. Porque para ser fieles a la realidad, hay que reconocer que pertenecen a una saga de cornudas muy afamada en toda la comarca.

Cuando esto ocurre, y la señora Celia saca el tema, ella suele interrumpir con un leve carraspeo de garganta y preguntar a la sobrina del señor cura; una chica muy guapa que se quedó huérfana y ahora le calienta la cama al párroco, por la salud mental y cristiana de Pascual. Y hablar de Pascual, a la señora Celia, le produce un cólico renal, y se queda pálida y luego verde, y luego malva, y empieza a blasfemar por su boca unos improperios nada dignos, y más principales de un merchero de feria. Y es que a la señora Rita una cosa es que le ponga los cuernos y otra muy distinta que se lo choteen en la cara. Que una tiene su dignidad, ¡hostias!, suele pensar.

El último asesinato de Pascual fue en la semana santa del mil novecientos, y todos lo recuerda bien, porque ese año, diez mil estorninos cagaron al unísono sobre la plaza del pueblo, las rosas se marchitaron, el sol se ocultó detrás de la luna en pleno mediodía, y un mono del Brasil, propiedad de un titiritero, se masturbó delante de la señorita Beatriz, la maestra de la comarca. Que en un principio, anonadada, quedó boquiabierta, pero pronto se desmayó al recibir de sopetón el ardoroso efluvio que manaba del diminuto miembro del mono.

Pascual había raptado a una joven de catorce años, llamada Jacinta, que tenía los ojos azules y el cabello claro, la mirada limpia y la sonrisa perfecta. Era hija del boticario y una campesina de la montaña. Era hija natural pero una hija al fin y al cabo. La raptó en las cercanías de una fuente, y la mantuvo encerrada a pan y agua quince días en un viejo cobertizo. La torturó haciéndola escuchar canciones del dúo dinámico; la misma canción durante aquellos eternos quince días. Y por fin, una noche se acercó a ella macheta en mano y le preguntó, si le gustaba el silencio. Ella llorando no supo que responder. Él le volvió a preguntar. Y ella histérica perdida, como se suele estar en estos casos, respondió que se fuera al carajo, que era un mierda de los huevos, de esos que no tenía porque su padre lo había castrado, y que tal vez a ella la matara y le cortara la cabeza para su colección, pero que se iba muy pancha a la tumba sabiendo que él nunca tendría descendencia. Y Pascual conmovido por su franqueza, le cortó la cabeza.

Cuando hubo finalizado, se entregó a Segismundo, el guardia municipal, y relató con pelos y señales todos sus crímenes, por los cuales fue condenado a cincuenta mil años de prisión, aunque no los cumplirán porque un día antes se había aprobado la ley de fusión de penas. Y dentro de dos años, por buen comportamiento, saldrá a la calle, y será readmitido en su antiguo puesto, porque se lo ganó en una oposición.

Todos creemos que debería pudrirse en la cárcel, y que por mucho que se le diga a los familiares de las víctimas de sus atroces carnicerías no les bastará ni les llenará el vacío. Un vacío más hondo que una fosa, que un agujero negro, que un agujero negro enorme en medio de la nada del universo, de un universo que converge en otro, y éste, a su vez, en otro, hasta que seguramente todo se reduzca a esas pelotillas ensangrentadas que se suele sacar él de la nariz. Pero la ley está hecha, porque el día antes, se nos ocurrió ingresar en el consejo de seguridad de Naciones Unidas, y los observadores, un americano, un inglés y un australiano, pensaron que sería mejor lo de la reinserción.

- Amo el silencio. Me gusta.

Suele decir Pascual cuando se le pregunta por algo. Y uno que no es de piedra se caga en su madre, en el borracho del padre que lo castró, en el higadillo de los pollos, en los estorninos con diarrea y en las margaritas silvestres que no tienen culpa de nada, pero que cada vez que las veo las pisoteo por no pisarle la cabeza a ese señor. Y como uno no es de piedra, se da golpes contra el pecho, y se arranca por soleas una manifestación multitudinaria y corea consignas que versean y suenan a ritmo de jota, y se caga en todo lo que se mueve, en lo que no se mueve, en lo que gira y en lo que deja de girar, pero eso sí, civilizadamente.

3 comments:

Corso said...

Esta carta se la dedico a Tareixa.

El Corso

onlysnow said...

También amo la palabra muda, la voz no dicha, cuando me permite escuchar mi propia voz, de este modo quizá comprenda a pascual y te comprenda a tí.

Corso said...

A mi no sé si le te será posible comprenderme, pero espero que a gente como Pascual no la excuses nunca.

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